domingo, 25 de agosto de 2013

EL AZAROSO VIAJE DE QUINTO FLAVIO ACULEO DESDE GADES HASTA BARCINO



El joven comerciante de Gades, Quinto Flavio Acúleo, se levantó temprano aquel día. Un asunto importante reclamaba su presencia en Barcino, pero la ciudad estaba muy lejos, a ochocientas setenta y una millas romanas, y pensaba con preocupación sobre el modo de llegar en el poco tiempo disponible: debía de hacer el trayecto en siete días y a caballo acompañado de dos esclavos de su confianza que tenían que protegerle de cualquier asalto de las muchas bandas de forajidos y salteadores que merodeaban por las zonas boscosas.


Sin perder tiempo se vistió y tomó sin sentarse un ligero "ientaculum" (desayuno) que consistía en un poco de pan untado con ajo, acompañado por un pedazo de queso. En el despacho de su lujosa "domus" consultó los mapas de pergamino para conocer la ruta que habría de seguir hasta la lejana Barcino. Sabía que las calzadas unían los lugares más recónditos y que la vía Augusta era el camino más rápido por el que las legiones se desplazaban, atravesando montañas y ríos, hasta llegar al centro del Imperio, pero ignoraba el trayecto que había de seguir y las ciudades por las que debería de pasar. 

Después de observar la ruta se dispuso a atender sus negocios como hacía cada mañana: cogió su caballo y, acompañado de un esclavo, se dirigió hacia la ciudad vecina de Baelo Claudia en donde se encontraba su factoría de "garum", una salsa de pescado salada que causaba furor entre las clases acomodadas del Imperio y que exportaba por todo el "Mare Nostrum" con sus barcos que iban cargados de ánforas con el preciado condimento. La exportación del "garum" había sido la base de la prosperidad de su padre y él había continuado con la empresa, pero recientemente los piratas habían cortado la ruta por mar, habían asaltado algunos de sus barcos y sus distribuidores del norte amenazaban con cambiar de proveedor. Tenía que ir a Barcino a solucionar el problema, pero debía ir por tierra pues las rutas marítimas estaban cortadas y tenía que hacerlo cuanto antes. En el camino, disfrutaba contemplando el paisaje verdoso de su provincia Baetica y se sentía orgulloso de que aquella tierra fuera tan próspera y generosa en frutos. Tras su regreso, y después de un baño, a la hora nona recibió a su amigo Aulus, un topógrafo encargado del mantenimiento de la vía Augusta, al que había invitado a cenar para conocer con más detalle los pormenores de su itinerario.

No había comido, pero lo hacía pocas veces porque la cena era para él el momento más importante del día. Pasaron al "triclinum" (comedor) y se recostaron para cenar tumbados y apoyados en el brazo izquierdo mientras cogían con la mano y un trozo de pan la comida que les servía la servicial y sumisa esclava númida. Algunas veces tenían que salir a vomitar para poder seguir comiendo porque el banquete de cuatro platos era demasiado generoso y no era cosa de dejar nada en la mesa. El vino endulzado con miel, "el muslum", acompañaba los diferentes manjares, pero preferían dejar la bebida para los postres pues consideraban que no permitía apreciar el sabor de los guisos. 

Aulus informó a Quinto de un sinfín de detalles. Le contó que la vía estaba protegida por campamentos de soldados que garantizan la seguridad de los viajeros (que eran también los que reparan las vías), que existían descansos y albergues ( los “mutatio”) cada 10 ó 15 km para el descanso y un cambio de montura, que había una mansión cada tres albergues, separadas por 30 ó 50 km, bien equipada para pasar allí la noche, con establos para los caballos y albergue para la cena así como un herrero para reparar los vehículos. Le refirió además que las “tabernae” o albergues tenían mala reputación por lo que le aconsejó acampar en los “deversorium” o viviendas públicas para ricos. Como un vehículo podía hacer unos 45 km al día por ella, Auleos calculó que Quinto con su caballo podría recorrer más de 100 km cada día aunque en las etapas largas tuviera que cambiar de montura varias veces.

El "dies Lunae" (el lunes, dedicado a la Luna), tras una primera etapa sin incidentes, Quinto Flavio llegó a Itálica después de atravesar campos de olivos, vides y trigales. Cruzó sus calles empedradas y llenas de gente y bullicio con fuentes en las esquinas en las que se aprovisionaban de agua la plebe de las "insulas", esos edificios de pisos en los que vivía la gente modesta y en cuya planta baja se abrían cientos de locales comerciales. Un incendio en una de las tiendas llamó su atención, pero no tenía tiempo de entretenerse: estaba cansado y cruzó rápidamente la ciudad para ir a descansar a la casa de un amigo de la "nobilitas" local. Tras la cena, su amigo le habla de la ciudad, cuna de dos de los emperadores hispanos más importantes, el emperador Trajano y el emperador Adriano, de sus grandiosos edificios públicos y Quinto le escuchó con atención. 

De madrugada, a la hora prima, el "dies Martius" (el martes, que estaba consagrado al dios Marte) se pusieron en camino hacía Corduba, capital de la Baética. El terreno era llano y discurría entre fértiles vegas a orillas del rio Baetis (Guadalquivir). Pensaba entonces en la grandeza de Itálica y en sus grandes emperadores y en que también Gades había dado al mundo a personajes de fama. En Gades había nacido el gran Columela, cuyo tratado de agricultura escrito en los tiempos del emperador Claudio, y titulado "Res rustica", era leído y puesto en práctica por todo el imperio. Recordó también que en Corduba había nacido otra de las más importantes figuras del imperio, el filósofo Lucio Anneo Séneca, tutor del enloquecido emperador Nerón, el mismo que ordenó al filósofo suicidarse tiempo después. Hicieron el camino sin incidentes excepto cuando se cruzaron con una cuadriga, conducida por un soldado ebrio a toda velocidad, que estuvo a punto de echarles de la vía. 
A media tarde entraron por un majestuoso puente y llegaron a la ciudad. Antes de alojarse, fueron a dar gracias al dios Mercurio por el viaje y le ofrecieron unas palomas en el templo en señal de agradecimiento.

El "dies Mercuri" (el miercoles) ocurrió un hecho que iba a condicionar todo el viaje y que le iba a impedir cumplir los plazos fijados. En el camino de Acci fueron asaltados por una turba de ladrones que habían salido de lo más profundo del bosque. Habían tirado sus caballos cruzando una cuerda a lo largo del camino y sus dos esclavos habían muerto intentando defender a su "domine" (señor). Él, aunque herido, pudo esconderse mientras los malhechores se quedaban con el dinero y sus monturas. Al cabo de unas horas de gran incertidumbre en las que temió por su vida pensando que los malhechores le estaban buscando para matarlo, escuchó ruido de pasos sobre el "pavimentum" (suelo) y salió renqueante de su escondite al ver relucir armaduras bruñidas entre la espesura. Eran soldados del campamento de Acci, comandados por un amigo de la infancia, el prefecto Vespasiano, que se aprestó a socorrerlo. En un caballo prestado hizo todo el camino restante en compañía de los legionarios. Así fue como llegó hasta el campamento romano para entrar por la puerta principal del cardo. En el "valetudinarium" (la enfermería) el médico militar le curó de sus heridas y estuvo convaleciente siete días, no sin antes tener que pagar el poco dinero que le quedaba en la bolsa. Pensaba, una vez restablecido, regresar a Gades para organizar de nuevo el viaje sin darse por vencido. Esta vez con más experiencia y mejor impedimenta, no fallaría.

Seis días pasó en la enfermería atendido por Kalíkrates el médico, un liberto griego. Kalikatres había sido esclavo pero había sabido ganarse la confianza de su amo, el tribuno Tito Borelo, con sus técnicas, siempre efectivas, para curar las fracturas de los legionarios. Había comprado su libertad con el dinero ganado en su oficio y ahora era una pieza indispensable entre los soldados. Una tarde logró sorprender a Quinto cuando conversaban tranquilamente a la puerta de la enfermería.

- Tus antepasados fueron bravos guerreros- le dijo-. Hispania no siempre ha sido romana.
Estas palabras sorprendieron a nuestro curioso hombre de negocios que no concebía una Hispania fuera de la órbita del Imperio.
-¿Mis antepasados? Yo soy ciudadano romano y moriré venerando al emperador Diocleciano- contestó Quinto, visiblemente contrariado.
-No, Quinto, no- replico el medicus-. Hispania tenía una historia propia antes de que los hermanos Escipión llegaran para su conquista.
- No sé de qué me estás hablando, apenas si conozco la historia; ni mi padre ni el magister me enseñaron nada de eso.
-Gaditanus- dijo Kalíkrates- has de saber que en los tiempos antiguos Hispania estaba poblada por pueblos de diversa procedencia. En el sur, en la costas de nuestro Mare Nostrum, habitaba un pueblo culto y civilizado, los iberos, del cual tú, seguramente, procedas. Comerciaban con los griegos, tenían un alfabeto extraño y moraban en lo alto de los cerros, en donde colocaban sus poblados para facilitar la defensa…

La conversación quedó interrumpida por un gran alboroto procedente del exterior. Por la puerta este del decumano llegaba una patrulla que había conseguido detener a los salteadores. Los legionarios habían capturado a dos miembros de la banda junto con los caballos y el dinero del comerciante. Los bandidos eran miembros de una partida formada por esclavos fugitivos de las villas de los alrededores que habían hecho de los bosques y las sierras de Acci su base de operaciones. El castigo para ellos estaba claro: a la mañana siguiente serían crucificados en la vía de salida de la ciudad junto con tres miembros de una secta peligrosa para el Imperio que se extendía rápidamente por las provincias: la secta de los cristianos, que también había comenzado a introducirse en Hispania.

El día de Júpiter (el jueves) de la semana siguiente a los sucesos narrados nuestro amigo Quinto puede reemprender su viaje. Antes de la partida, acudió al foro para comprar algún esclavo que le ayudase con la impedimenta necesaria para continuar su periplo, pero los esclavos escaseaban, tenían un elevado precio y el poco dinero que le quedaba no le permitía semejante dispendio. En aquel mismo lugar se entero por casualidad de que un comerciante cartaginés de objetos de plata iba a iniciar su viaje de regreso a su ciudad de origen y decidió unirse a su comitiva. Pensó que la suerte le sonreía y decidió unirse a su comitiva: con él irá seguro. En el camino, Hannon, que así se llamaba, animó el viaje contando la grandeza de su ciudad cuyo origen, decía, era cartaginés para pasar a continuación a hablar con orgullo de las proezas de un paisano suyo de los tiempos antiguos que el definía como un genio militar, Aníbal, el general cartaginés que tras dominar Hispania hizo temblar a la República Romana.

- Aníbal estuvo a punto de dominar Roma- dijo Hannon.
- Es imposible- decía Quinto-. Jamás las legiones romanas han perdido un combate.
- Te equivocas, Quinto. Mis antepasados los cartagineses llegaron a Hispania desde su ciudad de Cartago, que estaba en el norte de África, antes de que estas tierras conocieran a los romanos y sometieron a íberos. Aquí fundaron mi ciudad, Cartago Nova, y desde aquí dominaron toda la costa del Mare Nostrum. Desde Cartago Nova marchó el gran Anibal para conquistar Roma atravesando los Pirineos y los Alpes con un ejército de elefantes y derrotó a las legiones de la República Romana combate tras combate. Sólo el miedo y el cansancio le impidieron conquistar Roma. Esa duda fue fatal porque después fue derrotado por los romanos en la batalla de Zama y Cartago fue conquistada y aniquilada. Así también los romanos se apoderaron de los territorios cartagineses de Hispania.
- Nunca había oído hablar del tal Aníbal. ¿Y cuándo ocurrió eso, Hannon?
- Esas fueron las guerras llamadas Púnicas y tuvieron lugar doscientos años antes de que los dioses eligieran al divino Octavio para dirigir el destino del Imperio.-concluyó el platero.

No acabo ahí la charla sino que el cartaginés, que hablaba por los codos, le estuvo contando todos los detalles de la conquista. Quinto se mostraba muy interesado porque nunca había oído semejantes cosas sobre Hispania.


- Después de vencer a los cartagineses-decía Hannon- dominaron con facilidad a los pueblos iberos de la costa mediterránea de la península pero no fue tan fácil cuando llegaron a la meseta.
- ¿Cómo es posible que alguien pudiera resistirse a la fuerza de las legiones si eran como una gigantesca máquina de guerra?-preguntó Quinto.
- La meseta estaba poblada por feroces guerreros iberos y celtas (los arévacos, los lusitanos, los vacceos…) que resistieron con valentía el empuje de los romanos. Lusitano era el bravo caudillo Viriato que a punto estuvo de vencerles si no llega a ser porque los romanos compraron a sus generales para que lo mataran en su tienda de campaña. De los arévacos era el pueblo de Numancia que resistió hasta la muerte el asedio de los romanos y cuyos habitantes prefirieron matarse antes que entregarse a los romanos. Sólo después los romanos pudieron controlar la meseta y en ello tardaron diecinueve años- contestó Hannon.
- ¿Y así ocuparon toda Hispania?- interrogó Quinto.
- No, porque aun faltaba conquistar las tierras del norte, las que habitaban terribles guerreros: los galaicos, los cántabros, los astures y los vascones. Sólo pudieron ser sometidas con el divino Octavio- concluyó Hannon- Entonces sí que toda Hispania quedó en poder de los romanos.


En estas conversaciones entretuvieron el camino y Quinto quedaba muy sorprendido porque nadie jamás le había hablado de ello. Él había dedicado toda su vida a los negocios y descubría ahora asuntos que le hacían sentirse muy orgulloso no sólo de ser romano, como creía que había sido siempre, sino también de ser hispano: "hispanorromano", se decía, con satisfacción, a sí mismo ahora. Como Carthago Nova estaba lejos y la carreta del comerciante cartaginés avanzaba despacio, decidieron hacer noche en la villa de un amigo suyo, Cayo Antoninus. Allí fueron recibidos por el dominus con mucha amabilidad y, en su compañía, se dispusieron a pasar la noche.


La villa era un inmenso latifundio de más de mil doscientas hectáreas en cuyo centro estaba la casa principal desde la cual dirigía a más de trescientos esclavos de su propiedad que trabajaban en sus inmensos olivares y viñedos para producir cantidades enormes de aceite y vino destinadas a las ciudades de Hispania. Antoninus se sentía muy orgulloso de su propiedad. La villa era autosuficiente y en ella se producía de todo y se realizaban las más diversas labores: además de los productos antes mencionados, unos esclavos trabajaban en la herrería para reparar los aperos de labranza y otros en la carpintería; muchos cuidaban de los huertos, del palomar, de los caballos, de los corderos o de los cerdos; algunos preparaban el pan en la panadería para dar de comer al resto de los esclavos o trabajaban en el servicio doméstico. Al caer la tarde, decidió enseñarles sus propiedades. A caballo recorrieron la villa y mientras tanto tuvo lugar esta conversación:
- ¿Qué tal marchan las cosas en Carthago Nova, Hannon?
- No demasiado bien- respondió el cartaginés- los pequeños artesanos están en la ruina y cada vez venden menos, el comercio no funciona en la ciudad. Hay también mucha inseguridad.
- Esa fue la razón por la que decidí venir a mi villa- dijo Antoninus-. Pensé que aquí estaríamos más seguros y además desde aquí puedo dirigir mejor el trabajo de mis esclavos.
- Has hecho bien, Antonino, aquí eres el rey de todo y estás seguro aunque tal vez eches de menos el bullicio de la gran ciudad.
- Todo tiene su parte negativa, Hannon, pero te aseguro que la vida que aquí llevo no la cambio por los placeres de la gran ciudad. Además recientemente, han llegado muchos artesanos pobres de Carthago Nova en busca de trabajo y les he dado unas parcelas para que las cultiven a cambio de una renta. Son los colonos. Como ves, gente con quien charlar de la vida mundana no me falta.
- ¿Y por qué no compras más esclavos, Marius?- dijo Hannon.
- No puedo soportar ese gasto, como ya no hay conquistas son escasos y carísimos- respondió Antoninus.

Al amanecer del cuarto día después de su salida, llegaron a Carthago, la ciudad orgullo de los antiguos cartaginenses. Entraron por el cardo y Hannon llevó a nuestro amigo a su casa, en prueba de confianza y hospitalidad, dada la enorme amistad surgida entre ambos durante el viaje. La casa del platero era una lujosa domus comprada a un patricio llamado Salvius cuando tuvo que venderla para poder hacer frente a sus deudas. Después de un ligero almuerzo, visitaron el foro, en donde el cartaginés tenía una tabernae para la venta de sus joyas más preciadas: vajillas, pulseras, collares, platos decorados con la figura de Baco.... El negocio de la orfebrería y la platería florecía en Carthago Nova animado por la importancia y la riqueza de sus minas de plata, famosas en todo el imperio. A continuación, se dirigieron a la curia para conocer de primera mano, y a través de uno de los senadores de la ciudad, el estado de un pleito contra un vendedor que no le había pagado los productos suministrados. Allí recibió la noticia de que un barco procedente de la lejana Tiro había podido sortear el peligro de los piratas y acudieron, como otros muchos, al puerto para curiosear la carga que transportaba: seguramente una remesa de finos tejidos fenicios con ricos colores de púrpura. Por la tarde acabaron en las termas para apaciguar los rigores del viaje y asearse como buenos romanos. Allí se encontraron con amigos con los que charlaron durante largo rato metidos en el agua caliente del caldarium. Limpios y con los poros abiertos, recibieron un profundo masaje y, finalmente, en el sudatorium, tuvieron tiempo de quemar toxinas para dejar la piel suave y bien perfumada. Al anochecer de aquel día tan intenso y lleno de placeres, una litera porteada por esclavos de su propiedad les devolvió a su casa.

Llegar a la domus de Hannon fue para Quinto como entrar en el paraíso. Allí, deslumbrante, se encontró con Hannia, la bellísima hija del comerciante que empleaba su tiempo en tejer, hilar, tocar la lira y salir de compras acompañada por una esclava. Nunca había visto a una mujer igual y una fortísima atracción nació entre ambos. Tenía catorce años, era considerada una señora y había sido prometida por su pater a un rico y viejo patricio de la ciudad para asegurarle hijos legítimos que heredasen su fortuna y unir las dos familias en una alianza beneficiosa. Pero ella no le amaba y si en otros tiempos la mujer había tenido que aceptar, sumisa, la voluntad del pater familias, ahora se revelaba, interiormente, según las nuevas modas difundidas por la filosofía estoica, que entendía el matrimonio no como un contrato sino como una amistad entre dos personas, aunque ella fuera siempre inferior al hombre. Él también estaba prometido a una mujer de Gades de trece años pero no tenía prisa. El matrimonio había sido convenido por sus familias como un contrato. La falta de amor hacia de su matrimonio un objetivo sin perspectiva.

Tres días estuvo en casa de su anfitrión. El día de su marcha, por la mañana, ambos se encontraron en un lugar apartado. La intención de Quinto era que abandonase todo y le acompañase:
- No puedo irme contigo, Quinto- decía la joven- si desobedezco a mi padre, me mataría. Viviré rica pero sin ilusión, entregada a mi nueva casa y a los hijos que vengan.
- Vente conmigo, déjalo todo, en Gades te daré seguridad y serás feliz conmigo- le dijo Quinto -Te espero en el templo del foro está tarde a la hora nona. Si no vienes, proseguiré solo mi viaje y con el corazón entristecido.
A la hora convenida Quinto esperaba a su amada pero nunca llegó de manera que emprendió su camino hacia Valentía, la meta siguiente en su camino.

Después de dieciocho días llenos de vicisitudes llegó a Tarraco, la ciudad más romana de toda Hispania y capital de la provincia Tarraconense. No tenía mucho que hacer allí; pasaría la noche y embarcaría después en algún buque de carga que saliera del puerto para dirigirse a Barcino. Pero Tarraco estaba en efervescencia porque los gobernantes locales habían preparado dos días de juegos locales, aprovechando la captura de unos piratas y la reapertura del comercio con Roma, capital del imperio. Como estaba desanimado y ya no le era posible cumplir con el objetivo inicial de llegar a Barcino en siete días, decidió quedarse para contemplar esos juegos que parecían únicos. Esa misma tarde tendría lugar una carrera de cuadrigas en el circo y durante toda la tarde del día siguiente las luchas de gladiadores, que serían precedidas por ejecuciones masivas de presos comunes, harían las delicias de los ciudadanos tarraconenses. Sangre y arena… El programa no podía ser más atractivo.
Veinticinco días de viaje y muchas penalidades había necesitado para llegar a Barcino, la ciudad amurallada y punto más septentrional de las comunicaciones con Roma. Llegaba apesadumbrado y lleno de incertidumbre por la situación de su almacén de garum y la posible pérdida de confianza de los intermediarios que hasta ahora habían transportado sus productos a la capital del imperio. Sus barcos, de pequeño tonelaje, sólo podían realizar el trayecto hasta Barcino sin perder de vista la costa y él, para llegar hasta Roma, necesitaba embarcaciones de más calado, propiedad de los armadores locales. Sin embargo, cuando llegó al puerto se enteró de que la ruta había quedado libre de piratas (eran los que habían sido ejecutados aquella mañana en el anfiteatro de Tarraco) por lo que sus productos ya podían salir de Gades sin novedad. Supo de buena fuente que uno de sus barcos estaba realizando en ese momento el trayecto.
No obstante, como pensaba que las comunicaciones marítimas podían interrumpirse de nuevo, tomó dos decisiones que habrían de ser fundamentales para el futuro. Primero escribió una carta a su familia en Gades para que le enviaran mil “solidus” con los que poder elaborar garum en aquella ciudad: quería comprar una vieja factoría en desuso y unos cuantos esclavos expertos para ponerlos de inmediato a trabajar. A continuación solicitó que enviaran otros mil a Hannon para obtener la mano de Hannia y poder celebrar matrimonio con ella, así como una carta en la que le relataba toda su fortuna. Pensaba, y no se equivocaba, que el cartaginés no podría resistirse a tan ventajosa oferta.

Y así acaba la historia de Quinto Flavio, comerciante hispano romano de Gades, hombre decidido que consiguió en la vida todo lo que se propuso.



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